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La decisión de matar animales de compañía cuando estalló la Segunda Guerra Mundial es un episodio en gran parte olvidado y del que Reino Unido poco habla, quizás por vergüenza.
En el verano de 1939, justo antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Reino Unido se enfrentaba a desafiantes tareas para asegurar la supervivencia de la población, entre ellas, cómo garantizar el suministro de alimentos. Así, el racionamiento de comida se convirtió en una prioridad a medida que el conflicto con la Alemania nazi se hacía inevitable.
En este contexto, y en un país tradicionalmente con muchos animales domésticos, surgió la preocupación de que, debido a la ineludible escasez en tiempos de guerra, los dueños de mascotas tuvieran que repartir sus raciones con sus animales o dejar que murieran de hambre. Fue así como el Gobierno formó el comité NARPAC (National Air Raid Precautions Animals Committee, en español ‘Comité de Precaución para Animales contra Ataque Aéreo Nacional’), encargado de decidir qué hacer con estos animales.
El organismo llegó a la conclusión de que tener una mascota en el hogar en un contexto bélico era un lujo insostenible. Se lanzó entonces una amplia campaña de propaganda para convencer a sus propietarios de que sacrificarlas sería la mejor opción y así se inició la distribución de un panfleto, que se publicó en periódicos nacionales y se anunció por la radio de la BBC, bajo el título de “Consejos a los propietarios de animales”.
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El folleto recomendaba trasladar a las mascotas lo antes posible a zonas rurales, ya que allí podría manejarse mejor la situación alimentaria. Sin embargo, quienes no pudieran hacerlo, debían acabar con ellas de la forma más humanitaria y compasiva posible, ya que la muerte por inanición sería mucho peor. “Si es posible, envíe o lleve sus animales domésticos al campo antes de que se produzca una emergencia […] Si no puede dejarlos al cuidado de los vecinos, lo mejor sería sacrificarlos”, precisaba el documento, que incluía el anuncio de una pistola de matarife que podía utilizarse en casa para dicho propósito.
Histeria colectiva
El impacto del pasquín fue enorme y la drástica sugerencia surgió efecto. Después de que se declarara la guerra, el 3 de septiembre de 1939, el pánico cundió entre los británicos y provocó que muchos abandonaran a sus gatos, perros y demás mascotas o los sacrificaran. Se formaron filas enormes en clínicas veterinarias y refugios de animales y se agotaron los suministros de cloroformo. Debido a la histeria colectiva, se calcula que, solo en Londres, entre 400.000 y 750.000 mascotas fueron sacrificadas durante la primera semana de la declaración de guerra, recoge el diario The Independent.
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La matanza de animales que antes eran mascotas queridas fue repentina y generalizada. La Liga Nacional de Defensa Canina, así como muchas otras de carácter benéfico en defensa de los animales, se opusieron e intentaron ayudar. El refugio Battersea Dogs and Cats Home, con apenas cuatro empleados, logró alimentar y cuidar a 145.000 perros durante el transcurso de la guerra, mientras que la duquesa de Hamilton, una mujer adinerada y amante de los gatos, creó en un viejo aeródromo un santuario de animales, recuerda la BBC.
La historiadora británica Hilda Kean, que ha estudiado este episodio y tratado de comprender su legado y por qué ha sido tan olvidado, señala que parte de los ‘asesinatos’ fueron llevados a cabo por dueños de mascotas que se dejaron llevar por el peor escenario posible, temiendo una escasez de raciones y obligados por un sentido equivocado de “deber nacional”, reforzado por la propaganda gubernamental. Otros simplemente entraron en pánico y se unieron a la manada e inclusos algunos actuaron movidos por la sensación de que sus amigos peludos estarían ‘mejor’ muertos que siendo expuestos a la posibilidad de que llovieran bombas.
“Por favor, perdónanos”
Más tarde, el propio Gobierno intentó dar marcha atrás al darse cuenta de lo que sus palabras descuidadas habían iniciado, pero ya era demasiado tarde y la semilla estaba plantada.
Tras el primer bombardeo a Londres, en septiembre de 1940, se produjo otra ola de eutanasias. Ya se trataba simplemente de otra forma de indicar que había comenzado la guerra. “Era una de las cosas que la gente tenía que hacer cuando llegara la noticia: evacuar a los niños, poner las cortinas opacas, matar al gato”, afirma Kean.
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Cuando terminó la guerra, muchos lamentaron la masacre y se dieron cuenta de que había sido un ‘gesto de amor’ innecesario y, sin razones de peso, como quedó demostrado más tarde.
Algunos dueños de mascotas expresaron más tarde que se arrepentían de sus acciones. “Tal fue el alcance del dolor de la gente por sus actos de matanza que muchas lápidas de animales tenían grabadas las palabras ‘por favor, perdónanos‘, cuenta Clare Campbell en su libro ‘Bonzo’s War: Animals Under Fire’ (‘La guerra de Bonzo: animales atacados’, en español). Pese al remordimiento, muchos culparon al Gobierno de iniciar el frenesí.
Este no muy conocido capítulo de la historia británica ha quedado olvidado dentro de la memoria colectiva, posiblemente por la vergüenza y tristeza que evoca para muchos el hecho de deshacerse de un ser querido frente a la primera adversidad.
Al respecto, Kein considera que se ha tratado de dejar relegado en el olvido porque “no es una historia bonita” y “no encaja con la idea que tenemos [los británicos] de que somos una nación amante de los animales”. “A la gente no le gusta recordar que a la primera señal de guerra salimos a matar al minino”, afirma.
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