Home Noticias Internacionales El arma secreta de EE.UU. para ‘esconder’ la segregación racial a base de ‘swing’

El arma secreta de EE.UU. para ‘esconder’ la segregación racial a base de ‘swing’

por Ideso TV
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La música es un lenguaje universal que logra conectar de manera única a los seres humanos, por ser capaz de borrar diferencias que son difíciles de mitigar en otros ámbitos. No en balde es una de las manifestaciones culturales con mayor apoyo popular en todo el orbe.

Muy al corriente de esto, en la década de 1950, desde EE.UU. se aprestaron a utilizar a músicos notables como embajadores culturales de su país, práctica que subsiste hasta el presente bajo los auspicios del Departamento de Estado. Entonces, se le dio prioridad a las orquestas de jazz, una decisión que pudo tener lugar por la coincidencia de factores históricos y geopolíticos únicos: la devastación de Europa, el inicio de la Guerra Fría y la segregación racial en suelo estadounidense.

En este marco, se puso en marcha una operación de lavado de la imagen pública de EE.UU., percibido extramuros como un país que aunque pretendía venderse como un paradigma de las libertades occidentales arrastraba el pesado fardo de ser una sociedad estructuralmente racista, un rasgo que no dejaba de señalarle su adversario soviético, que a cambio exhibía un mosaico cultural único del que estaba particularmente orgulloso.

A estos fines, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y el Departamento de Estado se aprestaron a organizar giras de artistas de jazz reconocidos con bandas íntegramente conformadas por personas negras o, en su defecto, por músicos blancos y negros, que debían enviar mensajes claros: las relaciones interraciales estaban mejorando y EE.UU. valoraba la cultura negra y la había hecho tan suya como cualquiera producida por blancos.

Más adelante, las giras le proporcionaron a la CIA una cobertura inmejorable para desplegar sus operaciones destinadas a cambios de régimen o a injerir en asuntos internos de terceras naciones. La premisa era simple: nadie iba a cuestionar la presencia de estadounidenses en un determinado país, cuando estaba en marcha una gira oficial de músicos que, además, gozaba del respaldo de las autoridades locales.

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Acaso artistas de la talla de Louis Armstrong, Nina Simone, Dizzy Gillespie, Duke Ellington o Dave Brunbek no estaban al corriente de que estaban siendo usados de tapadera de la inteligencia estadounidense. Es difícil saberlo. 

En cualquier caso, las giras fueron consideradas un éxito diplomático y se mantuvieron durante varios años, otorgándole a Washington un flanco expedito para conquistar “las mentes y los corazones” de miles de personas en África, Asia y Oriente Próximo, que, no obstante, hacía parte de un entramado más complejo. 

La ‘Guerra Fría cultural’

Corre 1947 y la brecha entre los aliados que vencieron al III Reich es evidente, insalvable. Europa está arrasada tras la la Segunda Guerra Mundial y la Unión Soviética, mayor víctima colectiva del conflicto, goza de un prestigio creciente entre la gente común y los intelectuales. En la Casa Blanca, se ve el tema con preocupación. Frenar al comunismo mediante todos los medios posibles se convierte en un objetivo estratégico que se sostendrá durante más de cuatro décadas.

Así, pues, el establecimiento de áreas de influencia se constituyó en un plan de largo plazo donde no solo imperaba imponerse en el plano bélico mediante la producción de armas nucleares y el desarrollo de sofisticadas tecnologías: también se precisaba ganar a las personas a la ideología comunista o capitalista, frente a lo cual el despliegue de un poderoso aparato cultural lució como una vía regia. La avanzada empezó en Europa, pero luego se extendió durante las décadas siguientes a otros parajes del Sur Global.

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En este marco, el Gobierno de EE.UU. bajo el liderazgo de Dwight Eisenhower (1953-1961) destinó ingentes recursos para conquistar “las mentes y los corazones” de millones de personas, a las que pretendía vendérseles el estilo de vida estadounidense como un paraíso de democracia y libertades, opuesto al universo de restricciones que, desde su punto de vista, caracterizaban el sistema soviético.

El propósito de Washington, como apunta Frances Stonor Saunders en su conocida obra ‘La CIA y la Guerra Fría Cultural’, consistió en instituir un mecanismo estructural y continuado de propaganda que sirviera tanto para evitar un conflicto abierto con Moscú, como para promocionar la cultura estadounidense, en esa época despreciada entre las élites europeas y desconocida en buena parte del orbe.

Muy pocos podrían calificar este movimiento de largo aliento como una arremetida bélica; sin embargo, lo era y pretendía extenderse a los tiempos de paz, como acabó sucediendo.

“Nuestros enemigos se verán más libres [que nunca] para hacer propaganda, subvertir, sabotear y ejercer presión sobre nosotros, y por nuestra parte, estaremos más dispuestos a soportar estos ataques y a utilizar esos métodos –en nuestro deseo de evitar a toda costa– la tragedia de la guerra declarada; las técnicas ‘pacifistas’ se harán más vitales en épocas prebélicas de debilitamiento, en la guerra abierta real, y en épocas de manipulación posbélica”, reza un documento oficial de finales de la década de 1940 referido por Stonor Sauders en su investigación.

La mesa estaba servida para un despliegue de promoción y propaganda cultural a gran escala.

Los negros, el jazz

Si bien es cierto que la Administración Eisenhower dedicó recursos para la promoción de la cultura estadounidense a escala global, ello sigue sin ser suficiente para explicar por qué se decantaron por el jazz –luego el ‘rock and roll’ haría lo suyo, dotado casi de vida propia– como muestra representativa de la cultura estadounidense.

Las razones son varias. El jazz, una música afroestadounidense surgida en los bajos fondos de Nueva Orleans a finales del siglo XIX, se entendía como sinónimo de libertad, dado su escaso apego a los formalismos musicales de la época, sus características improvisaciones que invitaban al baile y su paulatina pero innegable aceptación entre las élites blancas de la Costa Este estadounidense, tradicionalmente abolicionistas y proclives al fin de las políticas de segregación racial.

De este modo, se trataba de un producto genuinamente estadounidense, muy anclado a la historia de liberación de los negros en esa nación y, por ello, escasamente imitable, al menos en esencia y recorrido histórico, por los rivales comunistas, cuyos artefactos culturales como el ballet, el teatro, la literatura o las orquestas, gozaban de amplio reconocimiento entre los especialistas y las personas sencillas de Occidente, incluso antes de la Revolución de Octubre.

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Empero, pese al insoslayable peso que tuvieron estos factores socioculturales para la elección del jazz como embajador cultural de EE.UU., tampoco puede dejarse de lado el papel jugado en los ‘lobbies’ de Washington del afroestadounidense Adam Clayton Powell Jr.

Powell era un congresista negro por el estado de Nueva York, que clamaba por la incorporación de asuntos raciales en la política exterior de EE.UU. durante los años de Eisenhower. Estaba casado con Hazel Scott, una pianista e intérprete de jazz ampliamente reconocida en la escena musical y artística de la Gran Manzana, como se refiere en el documental ‘The jazz ambassadors’, realizado por la cadena pública estadounidense PBS en 2016.

Aunque era anticomunista, era un reconocido activista por los derechos civiles de los negros y asistió a la primera cumbre del Movimiento de los No Alineados (Conferencia de Bandug), celebrada en Indonesia en 1956. Cuando volvió del encuentro, vio en la cultura negra, particularmente el jazz, una forma para intervenir en la Guerra Fría cultural para ganarse “los corazones y las mentes” de las personas no-blancas en Asia y África.

En particular, le parecía que el jazz tocado por bandas de negros o con formaciones mixtas podía mejorar radicalmente la imagen de EE.UU. entre países con mayorías no-blancas de todo el mundo. Su plan fue aceptado.

Los nombres, las giras

El Departamento de Estado asumió el liderazgo del plan para organizar giras de bandas de jazz según los criterios sugeridos por Powell. Otro aspecto al que habría que prestarle atención sería el de los integrantes de las formaciones: debían ser suficientemente conocidos como baluartes culturales y, al mismo tiempo, tenían que estar comprometidos en alguna medida con la agenda subyacente, estuvieran o no al corriente de ello.

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La CIA y el Departamento de Estado apuntaron alto. Posaron sus ojos en Louis ‘Satchmo’ Armstrong, un carismático trompetista y cantante, consentido de los neoyorquinos, cuya vida era un ejemplo de superación, pues nació en Nueva Orleans en un contexto de inmensas privaciones y de a poco, gracias a su talento y a la ayuda de terceros, pudo triunfar. Se trataba de la encarnación misma del sueño americano y resultó en un rotundo éxito.

El arma secreta de EE.UU. es una nota de ‘blues’ en tono menor. En este momento, su embajador más eficaz es Louis (Satchmo) Armstrong. Una frase propagandística reveladora es el tempo acelerado de una banda de Dixieland que se escucha en la Voz de América en la lejana Tánger”, escribía el periodista Felix Belair Jr. para The New York Times en noviembre de 1955.

Una apuesta todavía mayor representó el reclutamiento de Dizzy Gillespie, una figura revolucionaria dentro del jazz quien tenía historial como activista por los derechos civiles e incluso formó parte del Partido Comunista de los EE.UU. en la década de 1930. Contra cualquier pronóstico, lograron sumarlo a la agenda. También se añadió a la lista el célebre director Duke Ellington.

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En el caso de Dave Brunbek, aunque era blanco, destacaba su conjunto interracial, del que también hacían parte Paul Desmond (blanco), Eugene Wing (blanco) y Joe Morello (negro), una formación ideal para vender la imagen de relaciones interraciales exitosas y relegar las para entonces habituales prácticas segregacionistas a asuntos puntuales, propios de grupos extremistas y nada representativos del hacer común estadounidense.

Los destinos de las giras también fueron motivo de cuidadosas decisiones. En primer lugar, se dio prioridad a Europa del Este, donde el jazz adquirió popularidad entre los jóvenes en la década de 1950 gracias a las transmisiones de Voz de América y Radio Free –parte del ecosistema de propaganda estadounidense– y a copias clandestinas de las grabaciones hechas en placas de radiografías que circulaban de mano en mano.

De este modo, Brunbek y su cuarteto fueron a Polonia donde cosecharon un éxito rotundo, al tiempo que Armstrong sobrepasó la frontera europea y emprendió una gira por la Unión Soviética, donde alcanzó a presentarse en la Plaza Roja de Moscú, pese a que los líderes soviéticos consideraban que el jazz era una música que reflejaba la decadencia de Occidente.

Empero, Europa y la Unión Soviética no bastaban. Como había advertido Powell, los estadounidenses tendrían que hablarle a las mayorías racializadas de África y Asia, continentes en donde estaban teniendo lugar numerosas independencias del coloniaje europeo tras siglos de dominación. Esos nuevos Estados aparecieron en la diana de la CIA y del Departamento de Estado como prioritarios.

De otra parte, los afroestadounidenses, que eran tratados como una minoría inferior en su propio país, recibirían la retribución simbólica de saberse parte de una mayoría global no-blanca, que abrazaba su recién conquistada soberanía como un camino para alcanzar la vida que les había sido negada tras siglos de expolio.

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Así, entre 1956 y 1964, EE.UU. usó dinero público para financiar extenuantes giras de bandas de jazz por Oriente Próximo, India y las recién independizadas naciones africanas, donde se esperaba que el jazz tuviera una mejor acogida. El cálculo resultó adecuado.

Durante ocho años, los “embajadores del jazz” visitaron, incluso en varias oportunidades, países como Irán, Pakistán, Siria, Turquía, Ghana, Senegal, Mali, Egipto, Sierra Leona, Liberia y la República Democrática del Congo. Washington se las arregló para conseguir el apoyo de las autoridades locales y no era raro ver en los conciertos a miembros del Gobierno, embajadores o personalidades, amén del ferviente público que los esperaba en cada una de las ciudades en las que debían presentarse noche a noche.

Sin embargo, estando la CIA involucrada, cabe esperar que no todo era color de rosa. La visita de Armstrong a la República Democrática del Congo, coincidió con el golpe de Estado que expulsó del poder al primer ministro Patrice Lumumba, así como con la subsecuente guerra civil que se desató en la región de Katanga.

La gira de Armstrong, que estaba oficialmente auspiciada por el Departamento de Estado, sirvió de mampara para que agentes de la CIA pudieran desplazarse con libertad y sin llamar demasiado la atención en los albores del golpe contra Lumumba. La implicación de la agencia en este hecho y el respaldo abierto que le dio a su sucesor, Joseph Mobutu, están fuera de cuestión.

Lumumba vuelve a MoscúLumumba vuelve a Moscú

De este modo, puede decirse que el jazz también fue usado para cubrir las huellas de la CIA y EE.UU. en otros entornos del Sur Global, con o sin el conocimiento o apoyo directo de los músicos que se embarcaron en las giras. Aguas adentro, la situación también era compleja: el jazz era usado como mecanismo de denuncia de los abusos contra la población negra en el contexto de la creciente lucha por los derechos civiles, que habría de alcanzar su máximo esplendor hacia finales de la década de 1960.

Ya en la era de John Fitzgerald Kennedy (1961-1963), la gira de Ellington por Oriente Próximo e India fue un coadyuvante decisivo para que el Gobierno de EE.UU. tomara algunas medidas con respecto a los derechos civiles de las personas negras.

Kennedy fue asesinado cuando la banda de Ellington se encontraba en Ankara. Fueron enviados a casa y la era de las giras de bandas de jazz como embajadoras de EE.UU. trocó su fin luego de ocho años de éxitos.

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Extraído de RT

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