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¡Buenos días, señores pasajeros! Entendemos que ya están acostumbrados a volar con comodidad, con azafatas sirviendo bebidas y comida, sin turbulencias y con Wi-Fi, con ducha, sus películas favoritas y bar incluidos.
Hoy nos espera otro tipo de viaje. Sin servicios, arriesgado, pero lleno de emociones. Les advertimos con antelación que nuestro avión no cuenta con mascarillas de oxígeno, es propenso a la congelación a altas alturas y, obviamente, no dispone de sistemas de navegación contemporáneos, por lo que por la noche nos veremos obligados a viajar a ciegas y solo con el uso de instrumentos ya obsoletos. Nuestra ruta tampoco está trazada con vistas a islas lujosas. La nubosidad, el frío penetrante hasta los huesos, la falta de oxígeno y el peligro constante de bajar la guardia y quedarse dormido: estas son las características de nuestro vuelo. ¿Preparados? Los motores ya están rugiendo.
Surgiendo de la niebla
Corría la mañana del 20 de junio de 1937, cuando un enorme avión con la inscripción ‘Stalinskiy marshrut’ (Ruta de Stalin) se dejó ver en el cielo, asomándose entre la bruma sobre la ciudad estadounidense de Vancouver, en el estado norteño de Washington.
Era la aeronave soviética ANT-25, en la que el piloto Valeri Chkálov, junto con el copiloto Gueorgui Baidukov y el navegante Alexánder Beliakov, hacía historia con un vuelo que conectaba por primera vez Europa con América del Norte a través del Polo Norte. Para dar por finalizada su gesta transpolar, les quedaban unos 77 litros de combustible, por lo que tuvieron que acortar su itinerario. Estuvieron buscando un aeródromo militar para aterrizar allí y evitar que su ANT-25 fuera desmantelado por una muchedumbre ansiosa de ‘souvenirs’, tal y como sucedió con el monoplano de Charles Lindbergh, quien en 1927 se convirtió en el primer hombre en cruzar el Atlántico de oeste a este en solitario.
Aunque las historias del copiloto Baidukov y del navegante Beliakov merecen episodios aparte, en esta edición nos centramos en la persona de Valeri Chkálov, cuya vida se prolongó 34 años, y, aunque algunos piensan que los vivió en ascenso constante, estuvieron repletos de altibajos, como la de todo ser humano. No obstante, en este episodio intentaremos apartarnos de los rumores que rodean su muerte y, en vez de ello, nos centraremos en sus hazañas, que, lo recordaremos muchas veces, habrían sido imposibles sin sus dos compañeros, Baidukov y Beliakov.
Domar el aire
Valeri Pávlovich Chkálov nace el 2 de febrero de 1904 a orillas del río Volga en la localidad de Vasiliovo, en la provincia de Nizhni Nóvgorod, que desde 1937 recibe el nombre de Chkálovsk tras ser rebautizada en su honor.
Cuando tiene 15 años, el futuro piloto se inscribe como voluntario en las filas del Ejército Rojo en un momento en que Rusia está devastada por la Guerra Civil, tras la Revolución de Octubre de 1917 que llevó al poder a los bolcheviques.
En 1924, Chkálov ya es un piloto de la Fuerza Aérea del Ejército Rojo. Con el paso del tiempo, el militar salta a la fama por dominar el campo de las acrobacias aéreas con vuelos altamente peligrosos, que a veces le costaban sanciones disciplinarias e incluso condenas reales. Así, en 1925 un tribunal castrense lo condenó a un año de prisión por llegar al aeródromo para un vuelo de grupo “en completo estado de embriaguez, gritando y haciendo ruido”.
Tras ser rehabilitado en 1927, Chkálov participa en el desfile militar en la Plaza Roja para conmemorar el 10.º aniversario de la Revolución de Octubre. El piloto llama la atención de la cúpula soviética con sus trucos aéreos, que dejan atónito a todo el mundo.
Un año más tarde, Chkálov estrella un caza Fokker durante un vuelo rasante. Otro tribunal militar y otra sentencia de un año de trabajos correccionales. La sentencia es implacable: le imputan “falta de disciplina en vuelos, tácticas aéreas de hooligan que marcan con un trazo rojo todo su servicio”. Pese a ser expulsado del Ejército Rojo, Chkálov es indultado días después, tras la intercesión de varios peces gordos soviéticos, incluido el futuro mariscal Kliment Voroshílov, que en aquel entonces se desempeñaba como comisario popular para asuntos militares.
El futuro ‘halcón de Stalin’ vuelve a las filas del Ejército en 1930, poniendo a prueba diferentes aviones. Es esta etapa de su vida la que nos interesa ante todo. Sin embargo, hay que tener en cuenta que Chkálov, al igual que sus compañeros Baidukov y Beliakov, se estuvieron preparando para la hazaña transpolar toda su vida. Y no fue un cuento de hadas, sino todo lo contrario, pues estuvo repleto de fallos técnicos, errores humanos, envidias de otros e intrigas políticas.
Los preparativos
Detengámonos solo en dos episodios que allanaron el camino para el vuelo que conectó la URSS y EE.UU. En junio de 1936, el trío formado por Chkálov, Baidukov y Beliakov, que llevaban ya bastante tiempo yendo puerta por puerta, pidiendo que les autorizaran un vuelo transpolar en el ANT-25, llegó hasta el Kremlin, donde el jefe del Estado soviético, Iosif Stalin, les propuso en una reunión volar a la península de Kamchatka. Obviamente, era imposible poner objeciones a esta idea. Pero antes de despegar hacia el Lejano Oriente, se decidió hacer un vuelo más de prueba.
Tras el despegue, la tripulación, de la que también formaba parte el ingeniero jefe del ANT-25, Evgueni Stomán, notó que el tren de aterrizaje había quedado atascado tras no replegarse por completo. Hacer un aterrizaje de panza no era una opción, pues, en ese caso, tendrían que decir adiós a su viaje a Kamchatka. Como tenían combustible suficiente para permanecer 48 horas en aire, decidieron subsanar el fallo en pleno vuelo. Así, el ingeniero Stomán se coló dentro del ala, arañandose hasta sangrar, llegó hasta el chasis y cortó el revestimiento para hacer un pequeño hueco, por el que se asoma hasta la cintura para reparar el puntal del tren de aterrizaje. Unas tres horas después, lograron poner el chasis en posición correcta.
Aunque no se consiguió reparar la parte derecha del chasis, Chkálov aterrizó ‘en una sola pierna’ y solo al final de su recorrido por la pista raspa la tierra con la punta del ala derecha. El ANT-25 se detuvo: el camino a Kamchatka había quedado despejado.
Rumbo al Lejano Oriente
La madrugada del 20 de julio de 1936, Chkálov, Baidukov y Beliakov despegan desde el aeródromo de Schiólkovo, cerca de Moscú, para cubrir una distancia total de 9.374 kilómetros. Sí, el vuelo fue todo un éxito, aunque con un aterrizaje improvisado. Sí, otra vez más se inmiscuyó la madre naturaleza con inclemencias que hicieron que el avión saliera de la nubosidad solo a unos metros de la superficie del mar, con Chkálov dando una clase maestra de vuelo rasante.
Tras recibir un mensaje en el que se les aconsejaba aterrizar en el primer punto apropiado, la tripulación descubre un pequeño islote llamado Udd. Aterrizar en aquella isla, accidentada con barrancos llenos de agua, es una locura, pero no tienen otra opción. Durante el recorrido por la superficie, una piedra arranca una de las ruedas del chasis, pero el ANT-25 logra detenerse tras 56 horas y 20 minutos de vuelo en la oscuridad.
Pese al temor que cunde entre los tripulantes de no estar a la altura de las expectativas, la cúpula soviética, y aquí vamos a usar el aburridisimo lenguaje político, acoge con beneplácito el histórico vuelo, condecorando a Chkálov, Beliakov y Baidukov con estrellas de los héroes de la URSS.
Una mezcla de circunstancias
Despegar de la isla Udd, que en la actualidad lleva el nombre de Chkálov, fue todo un reto. Pueden no creerme si no quieren, pero el semieje de la rueda, que se rompió durante el aterrizaje, fue tallado de nuevo por el marinero de un buque de la Guardia Costera que llegó a Udd y que antes del servicio militar trabajaba en la planta donde se ensambló el ANT-25. Coincidencias que hacen historia.
Para construir una pista de despegue, fueron movilizados unos 500 reos del sistema de trabajos forzados GULAG. Los reclusos construyeron una pista de madera en tres días, permitiendo al ANT-25 volver al oeste. El retorno a Moscú fue adornado con paradas en numerosas ciudades para festejar la gesta del trío, que contagiaba a los ciudadanos de a pie con la pasión aérea. El 10 de agosto de 1936, el ANT-25 volvió al aeródromo de Schiólkovo, donde los dos pilotos y el navegante fueron recibidos por el propio Stalin. Ni antes ni después nadie se mereció el honor de ser recibido por el líder soviético de tal manera.
Gesta transpolar
Entre el vuelo al Lejano Oriente y la gesta transpolar pasó un año, lapso de tiempo necesario para perfeccionar el avión, elaborar y calcular minuciosamente la ruta, así como para preparar la primera estación científica para su despliegue en un trozo de hielo a la deriva con el objetivo de que proporcionara datos climáticos a Moscú e intentara comunicarse con la tripulación durante el vuelo.
Finalmente, a las 04:00 del 18 de junio de 1937, el ANT-25 inicia su recorrido de despegue desde un tobogán especial de 12 metros de altura en la pista del aeródromo de Schiólkovo.
“Puse en marcha el avión por la pista de hormigón. El vuelo más duro y difícil había comenzado. Rugiendo a toda velocidad, el motor llevaba el avión. Ahora sólo tenía que seguir. A cada segundo el avión gana velocidad. Un último saludo con la mano en dirección a los que me despiden y despego el avión. El vehículo rebota una o dos veces y queda suspendido en el aire. Baidukov repliega el tren de aterrizaje. Los hangares, las chimeneas de las fábricas pasan rápidamente. Estamos volando. Abajo hay bosques, campos, ríos. Amanece. El país se despierta”, anota Chkálov.
Cargado hasta las orejas, el avión alcanza una altura de 1.200 metros tras apenas completar unos 370 kilómetros de vuelo. Se suponía que el vuelo transcurriría a unos 3.000 metros de altura, pero el mal tiempo del que advertían los meteorólogos entró en escena y el ANT-25 se vio obligado a eludir ciclones, gastando el combustible calculado minuciosamente para aterrizar en la ciudad de San Francisco.
Ante la tempestad y la alta nubosidad, todo el cronograma del consumo de combustible y de turnos al timón quedó desbaratado. “Chkálov estaba detrás de mí, bombeando etanol al deshelador del rotor. Qué malo es cuando te conviertes en un juguete en manos de la naturaleza. Nadie imaginaría qué es lo que sentimos en esos momentos. Es aterrador imaginar que tu avión ahora se convierte en un cubito de hielo y te sometes voluntariamente a la naturaleza”, escribía el copiloto Gueorgui Baidukov en su diario del vuelo. Gracias a estas anotaciones, conocemos con detalle todas las incidencias de aquella travesía, incluidos episodios como cuando Baidukov tuvo que abrir la ventanilla lateral para raspar los cristales de hielo congelados.
Naturaleza vs. humanos
Tras pasar el Polo Norte, el ANT-25 volaba a 5.700 metros de altura, rozando la cima de las nubes. La constante lucha contra el mal tiempo no era gratuita: no solo se gastaba más combustible del previsto, sino que se retrasaba el horario de vuelo, al tiempo que la tripulación, especialmente Chkálov, sufría de falta de oxígeno, por lo que necesitaban hacer los cambios de turno con más frecuencia. Baidukov pasaba más tiempo frente a los mandos durante la tempestad, dado que era un reconocido profesional de vuelos a ciegas, el llamado vuelo instrumental.
En determinado momento, cuando el ANT-25 estaba cerca de Canadá, Baidukov hace un viraje para perder altura, pero el motor empieza a arrojar agua caliente, quedando en riesgo de posible sobrecalentamiento, siempre que aumenten mínimamente las revoluciones. Para reponer el tanque del sistema de enfriamiento, la tripulación usa todo lo que está al alcance de la mano, incluidos recipientes especiales para la recolección de orina, logrando poner en marcha de nuevo el sistema de enfriamiento.
Además de la hipoxia, con Chkálov sangrado por los oídos y la nariz, y de una temperatura por debajo de cero en la cabina, los tripulantes simplemente desconcían qué tiempo les aguarda más adelante. Aunque captan las frecuencias de varias emisoras anglófonas, no logran distinguir ni una palabra. Al fin, Beliakov, que sabe francés, capta una emisora de Quebec que les augura un nuevo ciclón enorme a una altura de más de 6.000 metros, por lo que el ANT-25 tiene que desviarse un poco y volar a ras de las rocosas montañas canadienses con Baidukov dirigiendo la aeronave durante más de tres horas con todo el oxígeno restante a su disposición.
Aterrizaje in extremis
Corría la sexagésima segunda hora del vuelo, cuando Chkálov, que no estuvo a los manos las últimos 13 horas de vuelo por la hipoxia y debido a la gruesa nubosidad en la que Baidukov pilotaba mejor, se metió en el ala para cerciorarse de que no había combustible, por lo que dieron un giro rumbo hacia la ciudad estadounidense de Portland.
“Empiezo a descender. Nubosidad, nubosidad con lluvia. 100 metros, nubosidad y, de repente, aparece el agua. Di un giro a la derecha para un aterrizaje en el aeropuerto, pero, evidentemente, la aviación civil está en tierra por el mal tiempo. Chkálov me grita: ¡Iagor, no aterrices aquí, nos van a desmontar en trozos! ¿Te acuerdas de lo que pasó con Lindbergh en 1927? Veo un círculo rojo en el mapa. Un aeródromo militar. Voy allí”, recordó Baidukov en un documental filmado en 1987.
El ANT-25 se aproxima al aeródromo Pearson Field, cerca de la ciudad de Vancouver, sin frenos, que fueron desmantelados en Moscú por temor a que se congelaran en el Ártico, lo que complicaría aún más el aterrizaje. Pese a la poca longitud de la pista, unas tres veces menor de lo ideal, el avión toma tierra casi tocando los abetos circundantes. El ANT-25 utiliza sus alerones para detenerse y, finalmente, se para a unos 200 metros del borde del aeródromo. “Esto es la mitad de la deuda que te debo por el aterrizaje en la isla Udd“, le dice Baidukov a Chkálov, dando por finalizada la aventura, que terminó la mañana del 20 de junio tras 63 horas y 16 minutos en el aire.
En total, el ANT-25 voló 9.130 kilómetros, incluidos 8.582 en línea recta (o 8.504 kilómetros según otras estimaciones). Sí, no rompió el récord de vuelo en línea recta, pero abrió un nuevo puente entre la URSS y EE.UU. con el primer vuelo a través del Polo Norte.
Amistad
Uno de los primeros que se apresuraron a recibir a los héroes fue el entonces general de brigada George Marshall. Sí, leyeron bien. El mismo Marshall que, años después, ya tras la Segunda Guerra Mundial, se convirtió en el principal artífice del plan de reconstrucción de Europa y la lucha contra el comunismo allí. Pero el 20 de junio de 1937 era un momento de acercamiento y no de división. Sin Guerra Fría ni cruces de amenazas. Amistad. Amistad. Amistad. Esta es la palabra que regaló aquel día a los héroes soviéticos.
Aparte de Marshall, decenas de personas llenaron el aeródromo. Lo primero que pidieron a la tripulación fue que le mostraran el motor. Estaban seguros de que era de fabricación estadounidense, inglesa o alemana. Estaban equivocados.
“Estamos muy contentos de realizar el vuelo de Moscú a Vancouver a través del Polo Norte. Esta ruta está tendida a través de un territorio completamente inexplorado desde el lado norteamericano. Desde el lado soviético, todo ya está explorado hasta el Polo Norte. Nos encantaría mucho que los pilotos estadounidenses intentaran volar hacia la URSS vía el Polo Norte”, afirmó Chkálov ante los reporteros, ya cambiado y luciendo un esmoquin brindado por la tienda más lujosa de Portland.
La gira de las estrellas
Luego Chkálov, Baidukov y Beliakov empezaron una gira por Estados Unidos, que incluso hoy en día puede considerarse como un éxito desde el punto de vista de las relaciones públicas. El solemne recorrido alcanzó su punto álgido el 28 de junio, cuando fueron recibidos en la Casa Blanca para reunirse con el presidente Franklin Roosevelt.
“Cuando entramos en el Despacho Oval, dos jóvenes levantaron a Roosevelt en brazos. Paralizado, Roosevelt raramente saludaba a alguien de pie. Era un gesto de atención especial. Al notar que estábamos echando un vistazo a las pinturas de su gabinete, Roosevelt dijo: ‘Sois pilotos, yo soy marinero y tengo un montón de cosas relacionadas con el servicio marítimo’. Chkálov le respondió con tono relajado: ‘Aquí les faltan los cuadros de nuestro Aivazovskiy [famoso pintor ruso del siglo XIX]’. Roosevelt estrechó la mano de Chkálov durante mucho tiempo en la despedida”, recuerda Baidukov.
Días después, un evento en Nueva York aglutinó a unos 10.000 personas ansiosas de ver con sus propios ojos a las estrellas. Una vez finalizados los discursos, la muchedumbre no tardó en romper el cordón de seguridad. “Era difícil entender qué estaba pasando cuando nos llevaban en brazos. Recuerdo solamente que estadounidenses enloquecidos abrazaban, besaban y estrechaban la mano a nuestro comandante. Finalmente, Beliakov y yo acabamos en un coche con una estadounidense que nos besaba por turnos, diciendo constantemente que dos de sus hermanos viven en Leningrado”, describía el copiloto de Chkálov el fogoso recibimiento.
Tras esta larga ola de festejos, de la que Chkálov se aburrió muy rápidamente, el trío embarcó al transatlántico Normandia rumbo a Europa y volvió a Moscú, donde les esperaba otro baño de multitudes con cortejos que cruzaron la capital hasta llegar al Kremlin.
Baidukov y Beliakov tuvieron una larga vida e incluso viajaron una vez más al aeródromo de Vancouver en 1975 para participar en la ceremonia de apertura del monumento que conmemora su proeza. Chkálov no corrió la misma suerte. El 15 de diciembre de 1938, el ‘halcón de Stalin’ saltó a la eternidad tras estrellarse en un caza I-180 durante una prueba. La aeronave, que tenía numerosos defectos y no estaba lista para el vuelo, se estrelló en un hangar cerca del aeródromo moscovita de Jodynka, y Chkálov salió despedido de la cabina. Dos horas después de la catástrofe, el piloto murió a causa de sus heridas en un hospital. El final repentino de su vida dio alas al mito de Chkálov, que en la actualidad es un sinónimo de valentía y riesgos calculados que siguen empujando a la humanidad a explorar lo desconocido.
Si quieren conocer más historias de este tipo, pueden escucharlas en el podcast ‘Huellas Rusas’, disponible en la mayoría de las plataformas correspondientes.
Timur Medzhídov