Sin llegar a profundizar demasiado en las consecuencias que puede tener la imitación de valores, la adopción de estilos culturales ajenos o la pérdida de contacto con las propias raíces, se podría dibujar un esbozo de lo que sucederá con nuestras sociedades futuras. Inmersas en un consumismo que no les pertenece y guiadas a ciegas por la necesidad de fundirse en la masificación, nuestras generaciones recién estrenadas y crujientes dentro de sus trajes de fibra sintética, comienzan a mostrar la verdadera cara de la globalización cultural.
Indiferentes ante la realidad social que la rodea, una porción peligrosamente alta de la juventud de los países en desarrollo prefiere responder a los estímulos alienantes de aquellas sociedades de la abundancia y la plastificación del yo, que satisfacen los deseos y las inquietudes más básicas de los nuevos trepadores sociales. El “way of life” de los años cincuenta ha renacido, vigoroso y triunfante, pero completamente desprovisto de aquel encanto ingenuo que le dio origen y, obviamente, carente por completo de las razones que lo sustentaron en su momento de gloria. Es decir, transformado en un telón hollywoodense que ofrece a cada sueño una respuesta a la medida.
De esta cuenta, los estratos sociales privilegiados de nuestros países han producido una juventud que vive en un contexto accidental, prestado y ajeno… Un contexto al que se sienten ligados por la naturaleza pero no por la cultura. Y entonces transforman su entorno en una pequeña y modesta réplica de lo que creen es su verdadero hogar, aquel al que no pertenecen ni por naturaleza, ni por cultura, pero el cual continúa siendo, a pesar de todo, su único modelo válido.
Esta pérdida progresiva de sentido de la realidad y la actitud poco caritativa de nuestros jóvenes arribistas y extranjerizantes, ni siquiera está sustentada en la posibilidad cierta de acceder a los círculos de una sociedad ideal. No sólo porque esa sociedad no existe, sino porque tampoco los aceptaría, si así fuera. Esta forma de migración ideológica que se está produciendo en forma un tanto violenta, afecta sensiblemente el perfil cultural de nuestros países, y no deja de ocasionar un impacto negativo en los esfuerzos de algunos sectores por recuperar su identidad nacional.
Es más que evidente la imposibilidad de generarse una identidad cultural sólida y trascendente a partir de la ruptura con las propias raíces. Nada puede ser tan desgastante como luchar contra un enemigo interno que no se identifica con facilidad porque se cuela a través de los medios de comunicación, de la adopción de costumbres extrañas, del desprecio por lo propio y de la exagerada discriminación étnica que resurge como derivación natural del rechazo a lo que constituye la esencia del origen.
La superficialidad de este nuevo marco de valores está claramente definida porque ninguno de sus principios responde a una necesidad real, a un análisis profundo de sus razones ni a una tendencia generalizada de buscar vías accesibles hacia el progreso. Todo lo contrario. Una de sus características más notables es la falta absoluta de consistencia, revelada a través de poses que no cuentan con un respaldo intelectual que permita sugerir una postura filosófica. Sus seguidores más fieles son personas que viven, generalmente, dentro de un círculo de creación y satisfacción inmediata de necesidades que pertenecen a otra realidad, pero el cual les permite mimetizarse en un sueño dorado del que no conocen las reglas.
Esta juventud no alcanza a ver la responsabilidad que le toca en el desarrollo de su propio mundo, porque insisten en situarse en un éter descrito en inglés, rechazando el contacto con todo elemento que le impida evadir la realidad de sus circunstancias. Cae en el sopor de sus falsos ideales, esforzándose por descalificar los rasgos particulares de su entorno. Mientras eso sucede en las alturas de los privilegios económicos, otros jóvenes conscientes luchan por recuperar la identidad perdida e intentan, sin mucho éxito, restaurar los ideales que dieron vida a una cultura rica en tradiciones. La misma que actúa como espejo de la pobreza y de las limitaciones de una población que desconoce las supuestas ventajas de la globalización.
Los pueblos en desarrollo pierden sus raíces culturales por medio de la imitación.